Cuando el mundo globalizado te impone por obligación la medicina artificial, la naturaleza termina por volverse en tu contra. O eso es lo que al menos podemos extraer de una serie de datos reveladores que, cuanto menos, infundan respeto ante un peligro real contra la salud.
Desde el descubrimiento de la penicilina en 1928, hasta la introducción del último de los grandes grupos de antibióticos en los años sesenta, la capacidad de la humanidad para combatir las bacterias patógenas ha sido un motor de transformación. Pero con el tiempo, los efectos de esta medicación sobre las bacterias han ido mermando, y algunos patógenos se han vuelto resistentes a casi todos los fármacos conocidos: enfermedades infecciosas comunes que eran tratables se están volviendo mortales otra vez.
Se calcula que esta inmunidad provoca unas 700.000 muertes al año, de las cuáles unas 2.500 suceden en España, con un costo económico sideral (unos 150 millones de euros anuales en nuestro país). Y la realidad es que ya hay otros problemas de salud e intervenciones medicinales que centran la atención de la mortalidad mundial: tratar el cáncer, hacer trasplantes de órganos y colocar prótesis, a lo que ahora se añade este nuevo problema. Un estudio realizado para el Gobierno británico por una serie de especialistas informa de que en 2050 este problema acabará con la vida de más personas que las afectadas por cáncer o accidentes de tráfico.
Las bacterias pueden reproducirse y mutar con gran rapidez, y son capaces de establecer una especie de conexión que permite a ciertos microorganismos patógenos infundar genes de resistencia. Además, la mayoría de los antibióticos son productos naturales de bacterias del suelo, donde puede producirse resistencia en forma natural: por la introducción de antibióticos artificiales a gran escala, las bacterias resistentes se han convertido en las mayores supervivientes.
El factor humano, clave en la mala utilización de antibióticos
Muchos factores han contribuido al aumento de la resistencia. El origen del problema no son solo los microbios, sino las personas: médicos, veterinarios, farmacéuticos, ganaderos, pacientes. El uso indiscriminado e irresponsable de antibióticos está provocando que surjan cepas multirresistentes de bacterias como la Klebsiella pneumoniae, que según la Organización Mundial de la Salud (OMS) alcanza una letalidad por encima del 50%, similar a la del último brote de ébola.
Hoy los humanos liberan al ambiente unas 100.000 toneladas de estos antibióticos al año. Si se usaran correctamente para salvar vidas, se podría hacer un análisis de coste y beneficio razonable. Pero alrededor del 70% se usa para que los animales de granja crezcan un poco más rápido. El otro 30%, para tratamiento de enfermedades en seres humanos, pero a menudo incorrectamente o sin necesidad real. Y como una parte sustancial de los fármacos usados pasa al medioambiente con las aguas servidas y el estiércol, las comunidades bacterianas presentes en el suelo, el agua y la vida silvestre también quedan expuestas.
Explotación ganadera, farmacéuticas y uso de antibióticos: intereses por un tubo
Si no se pone fin a este abuso de antibióticos, pronto nos quedaremos sin medicinas para tratar eficazmente las infecciones bacterianas. Y si bien se están dando algunos pasos (el pasado septiembre, desde una reunión de alto nivel de las Naciones Unidas se hicieron propuestas de medidas internacionales), estos no parecen ser los adecuados.
Lo que realmente se necesita es la prohibición internacional total e inmediata del uso agrícola de antibióticos. Excluyendo a España, las ventas de antibióticos para animales cayeron un 12% entre 2011 y 2014 en los países europeos analizados por la Agencia Europea de Medicamentos, hasta llegar a 121 miligramos vendidos por kilo de carne producido. Pero en España la cifra roza los 419 miligramos, casi un 25% más que en 2011.
Además, hay que revisar y hacer cumplir a rajatabla las normas de uso clínico (a las que hoy la comunidad médica presta muy poca atención). Bastarían estas dos medidas -que pueden sancionar organismos regulatorios oficiales- para reducir el uso de antibióticos casi un 80%, lo que frenaría considerablemente el aumento de la resistencia.
Pero conseguir que los gobiernos implementen esas medidas no será fácil, ya que van en contra de poderosos intereses económicos; el más obvio es la industria farmacéutica, que cada año vende 40.000 millones de dólares en antibióticos. Y aunque las megafarmacéuticas obtienen grandes beneficios del abuso continuo de estos productos, tienen poco interés en el desarrollo de otros nuevos para enfrentar a las bacterias resistentes: las medicinas para enfermedades crónicas y el cáncer son mucho más rentables en estos aspectos.
Por eso, las grandes empresas proponen que se apliquen incentivos económicos a la investigación y desarrollo de nuevos antibióticos, por ejemplo extensión de patentes o exenciones impositivas (de lo contrario, deberían cobrar precios altísimos por los nuevos fármacos). Pero esos incentivos serían mucho más cuantiosos que el costo de las actividades reales de I D, de modo que obrarían como instrumentos para canalizar fondos públicos a manos privadas, que a fin de cuentas, son las mismas que causaron el problema.
Las bacterias resistentes a antibióticos son una amenaza global, que no admite una solución exclusivamente nacional. El mundo debe pensar y actuar para preservar los inmensos beneficios que aportaron los antibióticos a la salud y el bienestar de la humanidad.
Por último, adjuntamos la prohibición de la Unión Europea de administrar hormonas a los animales de explotación. Una prohibición que, como es obvio, se incumple.